Jorge Manrique: coplas a la muerte de su
padre. Siglo XV.
Texto copiado de la magna obra de don
Manuel Fernández Álvarez titulada “La Sociedad española en el Siglo de Oro”
Paredes de Nava, en tierras de
Palencia, pasado Grijota y Villaumbrales, bajo el Cerro de Cepuda. Son tierras
de pan llevar. Tierras de señorío. Paredes de Nava es la cabeza de un condado. El Conde de Paredes es un personaje famoso
del reinado del Juan II, y del de Enrique IV. Partidario acérrimo de los nuevos
Reyes, Fernando e Isabel. Ha nacido casi con el siglo (XV), y en Paredes ha engendrado un hijo que se
hará -y le hará- famoso. El padre se llama Rodrigo, el hijo Jorge.
Famosos sus hechos de armas, el hijo los recordará, a su muerte, con tristeza,
con el triste ver cómo se van las cosas de esta vida, sin remedio:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando ...
Paredes
de Nava, a mediados del siglo xv. Cielos altos, despejados. Tierra de pan
llevar. Y, sin embargo, un nombre unido ya a nuestro Renacimiento. Por sus
hombres. Uno de ellos es el hijo del señor. El otro (Pedro Berrugete), alguien
que ha de vivir del trabajo de sus manos. El
caballero cogerá al tiempo la lanza y la pluma; el pechero se defenderá con el pincel. Ambos son hijos de su obra,
más que de su linaje. Ambos son gloria de nuestro Renacimiento. Ambos son
creadores.
Son
creadores en el más completo sentido de la palabra, tanto el poeta como el
pintor.
En
cuanto al poeta, generación tras generación, siglo tras siglo, nos hace vibrar,
como vibró él, con la muerte de su padre. Ese golpe duro, ese hachazo, ese
zarpazo fiero que le estremece y nos estremece:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
Pero,
¿cómo es la sociedad, cómo se reflejan los hombres, los acontecimientos, el
ambiente social y la ideología de la España de los Reyes Católicos, a través de
la obra del genial poeta? Revivámoslo a través de su poesía.
El
poeta, después de una rápida referencia al pasado, contempla inmediatamente los
acontecimientos últimos:
Dexemos a los troyanos,
que sus males non los vimos,
ni sus glorias;
dexemos a los romanos,
aunque oímos e leímos
sus historias ...
Ni
siquiera quiere detenerse en la época enriqueña. Quiere ir a lo que aún está
resonando por las calles y plazas, por las villas y el campo de Castilla,
aunque todo se hunda con el pasar del tiempo:
... non curemos de saber
lo d'aque1 siglo pasado
qué fue dello;
vengamos a lo d'ayer
que también es olvidado
como aquello.
Trae a
la memoria el constante intrigar de los Infantes de Aragón, don Enrique y don
Juan, que tanto habían alborotado los principios del reinado de Juan II. Todo
se lo había tragado el tiempo:
¿Qué se fizo el rey don
Juan?
Los Infantes de Aragón
¿qué se ficieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué de tanta invención
que truxeron?
De
todos los casos, el más dramático había sido el final del privado del Rey, la
ejecución de don Álvaro de Luna. El poeta lo había vivido bien. No en vano su
padre, el Conde de Paredes, don Rodrigo, había sido el mortal enemigo de don
Álvaro. Pero quizá por ello sólo quiere dar testimonio personal de haber visto
su caída y su degüello, contrastando -eso sí-, al gusto senequista, toda la grandeza
pasada y el final desastrado:
Pues aquel gran Condestable,
maestre que conoscimos
tan privado,
non cumple que dél se hable,
mas sólo cómo lo vimos
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas e sus lugares,
su mandar
¿qué le fueron sino lloros?
¿qué fueron sino pesares
al dexar?
En la
historia de mediados del siglo XV un suceso que asombró no poco, escandalizando
a muchos, fue el de la llamada «farsa de Ávila», cuando se hizo el simulacro
por un grupo de poderosos de la sustitución de Enrique IV por su hermano, el
príncipe don Alfonso. Doce años contaba entonces el infante, y claro está que
había sido un instrumento de las intrigas nobiliarias. En ellas había tenido
parte el poderoso don Rodrigo, y Jorge Manrique no podía silenciarlo. Después
de aludir a los desórdenes de la Corte de Enrique IV, recordará a su hermano
pequeño «el inocente», en una de sus estrofas más bellas:
Pues su hermano, el
inocente,
que en su vida sucesor
le ficieron,
¡qué corte tan excelente
tuvo e cuánto gran señor
le siguieron!
Mas como fuese mortal,
metióle la Muerte luego
en su fragua.
¡Oh juicio divinal,
cuando más ardía el fuego,
echaste agua!
Todo a
vuela pluma, con ligeros trazos. Pues hay un personaje que hay que describir de
cuerpo entero, su personalidad, sus hazañas, su vida y su muerte: su padre, don
Rodrigo:
Aquel de buenos abrigo,
amado por virtuoso
de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
e tan valiente;
sus hechos grandes e claros
non cumple que los alabe,
pues los vieron
ni los quiero hacer caros,
pues que el mundo todo sabe
cuáles fueron.
Mera
disculpa. Al recuerdo de la memoria de su padre, la inspiración del poeta se
dispara, y nos pinta la estampa de un caballero de la época, tal como podía
idealizarlo otro caballero. Fuerte en la amistad, duro para los enemigos,
protector de parientes y allegados, esforzado en el peligro, discreto en el
juicio, donoso en la conversación, paternal con los humildes y bravo con los
altivos:
Amigo de sus amigos,
¡qué señor para sus criados
e parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforzados
e valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benigno a los sujetos!
¡A los bravos e dañosos,
qué león!
Don
Rodrigo queda, en la pluma de su hijo Jorge Manrique, el poeta, como la estampa
ideal del caballero del tiempo, siempre metido en guerras intestinas, siempre
subiendo y bajando en el poder, según la fortuna y los avatares de cada
reinado. Queda también la estampa del buen caballero que, en contraste con el
odiado valido, no consigue grandes riquezas -resumidas en esas alusiones a las
«vaxillas de oro»-, pero sí pone su esfuerzo en la guerra contra los moros. Por
otra parte, don Rodrigo Manrique había formado en las filas de los Reyes
Católicos, y puesto su espada en su favor, en la guerra de sucesión o de la
Beltraneja, en pugna con Portugal, obteniendo en este caso tierras y señoríos
y, más aún, la preciada recompensa de ser elegido Maestre de la Orden de
Santiago:
Non dexó grandes tesoros,
ni alcanzó muchas riquezas
ni vaxillas;
mas fizo guerra a los moros,
ganando sus fortalezas
e sus villas.
Y en las lides que venció,
cuántos moros e caballos
se perdieron;
y en este oficio ganó
las rentas e los vasallos
que le dieron.
Es,
por lo tanto, un hombre que lo que tiene lo debe a su esfuerzo, que se ha
ganado su elevada posición por sus méritos como soldado:
Pues por su honra y estado,
en otros tiempos pasados
¿cómo se hubo?
Pregunta
el hijo. Y nos da la respuesta:
Quedando desamparado,
con hermanos criados
se sostuvo.
Es la
guerra la que le eleva:
Después que fechos famosos
fizo en esta misma guerra
que hacía,
fizo tratos tan honrosos
que le dieron aún más tierra
que tenía.
Una
vida constante dedicada a la milicia, que entonces era la razón de ser del
noble, y la que le aumentaba la gloria, la dignidad y aún las rentas. Don
Rodrigo sigue en la senectud el camino iniciado en los años mozos, hasta conseguir
la suprema dignidad de Maestre de la Orden de Santiago, que era con mucho la
más poderosa de la España de los Reyes Católicos. Y así le puede recordar el
poeta:
Estas sus viejas estorias
que con sus brazos pintó
en joventud,
con otras nuevas victorias
agora las renovó
en senectud.
Por su gran habilidad,
por méritos e ancianía
bien gastada,
alcanzó la dignidad
de la grand Caballería
dell Espada.
Finalmente,
don Rodrigo había sido pieza importante del partido de los Reyes Católicos,
dando qué sentir con sus acciones bélicas a los partidarios de la Beltraneja, y
entre otros al Rey de Portugal, y a todos los que -pienso ahora en el Marqués
de Villena- en Castilla siguieron a Juana la Beltraneja, como así denominaban
despectivamente sus contrarios a la pobre hija de Enrique IV (aunque ahora
estamos inclinados a creer en sus buenos derechos al trono). También lo
recuerda el hijo:
Pues nuestro Rey natural,
si de las obras que obró
fue servido,
dígalo el de Portugal
y en Castilla quien siguió
su partido.
Esta
es, pues, la estampa de un caballero del tiempo, de aquel tiempo revuelto de
mediados del siglo xv. Un caballero, se entiende, dado a las cosas de la
guerra, como pedía su condición de noble; la guerra, aquello para lo que valía
y de lo que entendía y que le acabaría poniendo en lo más alto de la sociedad
de los Reyes Católicos, aquello que daba tierras y señoríos, rentas y vasallos.
Pero subrayando el poeta que su padre lo conseguía por su virtud, no por
herencia, por sus hechos, no por su linaje, aunque fuera honroso. Es la
historia que pinta con su brazo, esto es, con su espada:
E sus villas e sus tierras
ocupadas de tiranos
las halló;
mas por cercos e por guerras
e por fuerzas de sus manos
las cobró.
Es el
buen caballero, amigo de sus amigos, pero terrible para sus enemigos, al que se
le podía comparar en ventura con Octavio, en las lides de la guerra con Julio
César -cierto, aquí el amor filial ciega al poeta-, en la bondad con Trajano y
en la liberalidad con Tito. Su semblante era el de un estoico, a lo Marco
Aurelio. Firme en su fe religiosa le recuerda a Constantino, y a Teodosio en su
humanidad. Para el hijo amante, lo mejor de los grandes emperadores romanos
podía aplicarse a su padre.
Pero,
¿cómo nos lo describe otro contemporáneo, no atado por los vínculos f'amiliares?
Tenemos para ello un testimonio precioso: el del cronista Fernando del Pulgar,
en su notable obra Claros varones de
Castilla. Por él conocemos hasta los rasgos físicos del maestre don Rodriga
Manrique. Don Rodriga era el típico descendiente de los invasores germanos de
la Alta Edad Media; «los cabellos los tenía roxos», nos dice el cronista. Pero
es más interesante destacar que era un segundón, y que precisamente por ello
debe buscar su grandeza en su propio esfuerzo:
Don Rodrigo Manrique, conde de Paredes e maestre de Santiago, fijo segundo de Pedro Manrique,
adelantado mayor del reino de León fue home de mediana estatura, bien proporcionado
en la compostura de sus miembros; los cabellos los tenía roxos e la nariz un
poco larga. Era de linaje castellano.
En el
relato de Fernando del Pulgar, don Rodrigo Manrique es el guerrero inquieto que
ya desde su juventud marca su afición y su destreza en las armas, hasta el
punto de que, orgulloso de él, su padre hizo una excepción apartando del
mayorazgo de la casa la villa de Paredes, de la que Juan II le daría el título
de Conde. Sus hazañas bélicas las inicia en la frontera del reino musulmán,
para después continuarlas en las constantes luchas que deparaba a los españoles
la Castilla de mediados del siglo xv. Y así concluye este cronista:
Hobo asimismo este caballero otras batallas e fechos de armas
con cristianos y con moros, que requerían grand historia, si de cada una por
extenso se hobiese de hacer minción: porque toda la mayor parte de su vida
trabajó en guerras e en fechas de armas.
Y
añade dos condiciones suyas, recogidas también por el hijo:
Fablaba muy bien, e deleitábase en recontar los casos que le
acaescían en las guerras. Usaba de tanta liberalidad, que no bastaba su renta a
sus gastos; ni le bastara si muy grandes rentas e tesoros toviera, segund la
continuación que tova en las guerras.
¿Cómo
aparece la sociedad enriqueña, a través de la obra de Jorge Manrique? ¿Cuáles
sus condicionamientos, cuáles sus ideales? Tres tipos sociales quedan bien
marcados: en primer lugar, claro está, el caballero dedicado a las armas, que
era el que había vivido día tras día, a través de la experiencia familiar, de
los relatos que el poeta oía en su casa, desde sus primeros años -aquel
deleitarse del Conde, su padre, «en recontar los casos que le acaescían en las
guerras», tan característico de los veteranos de la milicia-. Estamos aquí ante
la estampa de los poderosos, de los que poseían renta y señoríos, aunque para
un cristiano eso era humo, polvo, nada:
Nuestras vidas son los ríos
que se van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir...
Estaba,
también, la estampa del religioso. Diríase que son los dos tipos humanos
paradigmáticos, los que dan la medida -cada uno a su manera- del buen vivir:
los unos, complaciendo al Creador con sus oraciones, los otros, poniendo su
esfuerzo y exponiendo su vida en pugna con los enemigos de la fe. De esa manera
ganaban ambos la bienaventuranza eterna:
... mas los buenos
religiosos
gánanlo con oraciones
e con lloros;
los caballeros famosos,
con trabajos e aflictiones
contra moros.
Claro
está que, para el poeta, no todos los caballeros eran así, ni quizá los más
numerosos; por eso destaca entre ellos a los que, por emplear su vida en la
guerra divinal, podía titular de famosos. Ese es el mundo que rodea al noble
caballero, su mundo cotidiano, por encima y por debajo del cual aparecen las
referencias a los supremos poderes de la tierra y a los menesterosos, recogidos
en estos versos de sabor horaciano, para describimos la fuerza de la muerte, siempre
invencible:
... así que no hay cosa
fuerte,
que a papas y emperadores
e perlados,
así los trata la Muerte
como a los pobres pastores
de ganado.
Brevísima
alusión a los humildes de esta tierra, pero que al menos nos viene a indicar
--en contraposición con una literatura que pronto se iba a empeñar en idealizar
el campo y a quienes en él vivían-, que la suerte peor de esta vida era ser un
pobre pasto de ganados. En todo caso, la sociedad entera podía clasificarse por
su poder económico, por los dos polos: los humildes y los poderosos, los ricos
y los pobres:
... allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más ricos,
allegados son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
Hay,
sí, una alusión a los oficios viles, a los que no son propios de la vida del
noble, a los que manchan el linaje, y no cabe duda que entre ellos mete «a los
que viven por sus manos», y contempla cómo algunos de noble linaje, obligados
por la necesidad, dejan la guerra o el ocio y pierden ese primer estado social
que daba «la sangre de los godos»:
Pues
la sangre de los godos,
y el
linaje e la nobleza
tan
crescida,
¡por
cuantas vías e modo
se
pierde su grand alteza
en
esta vida!
Unos,
por poco valer,
por
cuán baxos e abatidos
que
los tienen;
otros que, por non tener,
con oficios non debidos
se mantienen.
Pues
el noble tenía que mantener su rango sin trabajar: ahí consistía su grandeza, a
ojos de aquella sociedad caballeresca. Sus trabajos sólo podían ser los de la
guerra, y su modo de vivir suntuoso, dando y no atesorando, en contraste con el
pobre. En la escala de oficios que recoge fray Antonio de Guevara, deja para el
final al pobre y al caballero, contrastanto sus dos oficios tan dispares:
... el
del pobre pedir, y el del caballero dar, porque el día que el caballero
comienza a atesorar su hacienda, aquel día pone en pregones su fama.
Jorge
Manrique sólo conoce a fondo la vida caballeresca, en sus dos facetas de
cortesana o de belicosa. Por una parte nos hablará de justas y torneos, de
danzas y de música de trovadores: es la vida de la Corte, ya de los Reyes, ya
de los Grandes; de las modas cambiantes, de las ropas lujosas, de las músicas y
de las lanzas:
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué tanta invención
que truxeron?
¿Fueron sino devaneos,
qué fueron sino verduras
de las eras,
las justas e los torneos,
paramentos, bordaduras
e cimeras?
Y a
continuación, nos describe ya de lleno la vida cortesana, las damas
engalanadas, sus vestidos y perfumes, los amores, las músicas de los trovadores,
las danzas; todo el brillo, en fin, de la vida palaciega, que es la que él
verdaderamente conocía, junto con la otra de la guerra:
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados e vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
d'amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tanían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
En
contraste, si bien en función también de la otra cara de la vida caballeresca,
estaba todo lo que atañía a la guerra: las huestes, los estandartes, los
castillos, con sus muros, fosos y baluartes, que al poeta le sirven para
recordar, que incluso toda aquella fuerza era nada cuando venía la muerte tan airada:
Las huestes innumerables,
los pendones, estandartes
e banderas,
los castillos impugnables,
los muros e baluartes
e barreras,
la cava honda, chapada,
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada,
todo lo pasas de claro
con tu flecha.
Esa es
la visión del caballero, ese su mundo. En contraste, nada sobre el campo,
aparte esa referencia de pasada «a los pobres pastores de ganados»; nada,
tampoco, sobre la vida urbana. Aquí no aparece ni el paisaje de la naturaleza,
en su grandiosa soledad y en su silencio, ni el bullicio de la vida urbana.
Para el caballero de alto linaje, son lejanas perspectivas en las que no entra,
por las que no se interesa, que existen a su lado pero que no las percibe.
Diríase que las mira y no las ve.
Lo que
sí es fácil de rastrear es su ideología, la filosofía que preside ese mundo
caballeresco: un sentido entre cristiano y estoico de la existencia, una cierta
creencia en los valores mágicos, el firme postulado de las tres vidas (la
tercera, la de la fama y la eterna, en el paraíso o en la condenación),
presidido todo por la presencia obsesiva de la Muerte, que se alza como
personaje principal de los inmortales versos del poeta.
El
senequismo, el desprecio a las mudanzas de la fortuna está constantemente
inserto en sus versos, como un permanente «ritornello», como un leit motiv del poema, simbolizados en
estos versos, que cuentan entre los más bellos de Jorge Manrique:
... que fueron sino verduras
de las eras?
Como
hombre del Renacimiento, el poeta nos destaca sobre la vida vulgar, la vida
terrena, aquella otra de la fama, tan cara a los humanistas italianos; pero
como caballero cristiano, no se olvida de alzar sobre las dos la eterna que
promete en su mensaje el Cristianismo. Son las tres vidas, que el poeta hará
describir a la Muerte, en coloquio amigable con don Rodrigo Manrique:
Non se vos haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
pues otra vida más larga
de la fama gloriosa
acá dexáis,
(aunque esta vida d'honor
tampoco non es eternal
ni verdadera);
más, con todo, es muy mejor
que la otra temporal,
perescedera.
Es,
después de las dos vidas pasajeras -la terrena y la de la fama-, la
«perdurable», la que ganan los buenos religiosos con oraciones «e con lloros»,
y los caballeros famosos:
... con trabajos e
aflictiones contra moros.
Pero
repetimos, en todo caso el gran personaje del poema no es don Rodrigo
Manrique, sino la Muerte todopoderosa, la Muerte invencible, la que todo lo
traspasa de claro con su flecha, la Muerte omnipresente desde el principio al
fin del poema (no olvidemos que estamos en la época en que cualquier peste
puede llevarse, de golpe, poblaciones enteras), la Muerte que se viene tan
súbitamente:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso
e despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando ...
La
humanidad, como en esos cuadros simbólicos tan caros al Bosco y a Brueghel el
Viejo -y, por ende, a la sociedad de la época- va alocada como en el carro de
heno, hacia la Muerte que terrible e implacable está esperando, segura de su
triunfo; el triunfo de la Muerte, que es el título de tantos cuadros y de
tantos sermones de los predicadores de aquellos días. El poeta también lo verá
así:
Los placeres e dulzores
desta vida trabajada
que tenemos,
no son sino corredores,
e la muerte, la celada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
e queremos dar la vuelta
non hay lugar.
La
Muerte, cruel, como gozando en hacerla, mete a los más poderosos en el fogón de
la fragua; tal acontece, ya lo vimos, con el príncipe don Alfonso, el hermano
de Isabel la Católica:
Mas, como fuese mortal,
metióle la Muerte luego
en su fragua.
¡Oh juicio divinal,
cuando más ardía el fuego,
echaste agua!
No hay
Grande que se le resista, por muchas que sean sus hazañas. Con ellos se ensaña
la Muerte, como con los pobres pastores:
Tantos duques excelentes,
tantos marqueses e condes
e barones
como vimos tan potentes,
di, Muerte, ¿dó los escondes
e traspones?
E las sus claras hazañas
que hicieron en las guerras
y en las paces,
cuando tú, cruda, t'ensañas,
con tu fuerza las atierras
e desfaces.
¿Quién
se atreve a vencer a la Muerte? ¿Quién cuando se muestra dominadora?
Cuando tú vienes airada,
todo lo pasas de claro
con tu flecha.
Así el
propio don Rodriga, aquel buen caballero, el padre del poeta, ha de sentir que
la Muerte llama a su puerta y ha de contestar a su llamada, no bastando para
evitarlo tanto hazañar, tanto esfuerzo y tanta grandeza. Es el momento cumbre
del poema. La Muerte y el caballero entran en coloquio, un coloquio que
trasciende de las cosas de esta vida, donde el sentido senequista y cristiano
del poeta vuelven a ponerse de manifiesto:
Después de puesta la vida
tantas veces por su ley
al tablero:
después de tan bien servida
la corona de su Rey
verdadero;
después de tanta hazaña
a que non puede bastar
cuanta cierta,
en la su villa d'Ocaña
vino la Muerte a llamar
a su puerta,
diciendo: Buen caballero,
dexad el mundo engañoso
e su halago ...
La
Muerte no se muestra dura con el buen caballero. Entra como de puntillas, casi
mimosa. Trata de convencerle. El trago es amargo, pero no debe serlo para el
corazón de acero de don Rodrigo, para su temple tantas veces probado, y para su
sentido cristiano. Tiene ante sí, por otra parte, la promesa cierta de una vida
de gloria en la Tierra y de bienaventuranza en el Cielo. Con todo, hay que
dejar las cosas de este mundo, los halagos de la vida cortesana. Pero no hay
otra salida, y el caballero se resigna. Debe conformarse con la voluntad
divina, y contestará a la Muerte que está preparado, y de ello quiere dar
testimonio:
... e consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara e pura,
que querer hombre vivir,
cuando Dios quiere que muera,
es locura.
Y así
el poeta, el que pronto iba a dejar la pluma por la espada, muriendo como
caballero que era en plena guerra de sucesión, luchando por la causa de los
Reyes Católicos, en el asalto al Castillo de Garci-Muñoz, podía terminar su
poema con los versos inmortales:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando...
He copiado este texto de la magna obra
de don Manuel Fernández Álvarez titulada “La Sociedad española en el Siglo de
Oro”
Antonio Castejón. puxaeuskadi@gmail.com www.euskalnet.net/laviana
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